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Un lugar para disfrutar de la vida
Granizado de cuento para noches de verano
2015/06/22

Susana Táboas Baylín

-Abrí la nevera y la encontré vacía, -dijo Gélido-, mirándome con un desconsuelo infinito…

Qué mala suerte, había vuelto a pasar: Su Majestad la Reina Fungosa nos iba a degradar porque nuestro grupo, una vez más, había llegado en último lugar. Ya se nos habían adelantado los duendes de las frutas, así que habría que soportarlos presumiendo de ese moho aterciopelado que sabían cultivar en las ciruelas y en las manzanas. Y también habían pasado por aquella nevera las criaturas que buscan ese tono perfecto de amarillo, entre traslúcido y transparente, para la capa que cubre la mayonesa y la mantequilla. Tampoco se habían retrasado los gnomos que tejen, como diminutas telas de araña, las blancas y suaves pelusillas que tapan los restos de las comidas caseras.

El castigo sería tremendo… y como no era la primera vez, ya sabíamos lo que nos tocaría: bajar al congelador, soportando ese clima polar y ese silencio inhóspito, con paredes tapizadas de escarcha y gotas heladas por todas partes, y ocuparnos de que en el corazón de la dueña de la casa no subiera ni un grado la temperatura. La víscera, en otro tiempo roja y ahora de un tono rosa violáceo, llevaba muchos meses viviendo allí y en torno a ella se habían multiplicado los duendes de los agujeros negros, justamente los que habían hecho desaparecer todos los alimentos sobre los que antes habían hecho su esmerado trabajo el resto de colonias de aquel ecosistema diminuto. Al final, la labor de estos duendes era la más apreciada, porque se ocupaban de hacer desaparecer la podredumbre y no dejar ni el más mínimo rastro de ella.

Resultaba paradójico: de lo podrido surgía la nada. El vacío engullía toda aquella vida muerta, de igual modo que se tragaría, al final, aquel corazón de mujer que aún latía por debajo de un cristal de escarcha.

Gélido me propuso rebelarnos, por primera vez en mucho tiempo, y que no esperáramos a nuestros compañeros. Teníamos algo de tiempo antes de que la Reina diera la orden definitiva, así que no podíamos esperar. Para llenarnos de valor, decidimos llevar una petaca del licor de fuego que tanto nos gustaba… a ese calor no había corazón que se resistiera. Y eso era lo que queríamos hacer: si aquel trocito de mujer recuperaba su latido, se acabaría por fin el reinado de la podredumbre. Bajamos despacio, de balda en balda, hasta llegar al Estrecho del Paso del Hielo: esa era la parte más difícil, porque tendríamos que encaramarnos a la gota perfecta, que resistiera nuestro peso sin romperse, para descender hasta el congelador. Una vez allí, sólo habría que atravesar el estrecho compartimento de los cubitos de hielo, donde las gotas heladas suponían una peligrosa pista de patinaje, aunque no para nosotros, que ya habíamos estado allí. Sin problemas, llegamos al primer cajón, el que mantenía el frío inalterable alrededor del tesoro que albergaba. Siempre me había admirado la capacidad que tenía aquel pedacito de mujer de seguir conservando aquel sonido, lejano pero perceptible: tic-toc-tic-toc-tic-toc…

Seguía vivo, bajo aquel escudo de hielo. Brindamos por la rebelión, brindamos por nuestra amistad y por la vuelta de la primavera, y con cada trago de licor dejábamos nuestra respiración, llena de fuego, encima del corazón helado. Nunca nos habíamos sentido más vivos. No tardó demasiado en suceder: primero fue una línea más brillante, que se dibujaba como un pequeño río de arriba abajo; poco después las gotas comenzaron a aparecer y el hielo fue convirtiéndose en aguanieve; el proceso había comenzado y ya no se detendría. El latido se oía cada vez más claro y más cerca. Objetivo conseguido: ya podíamos exiliarnos a otra nevera.