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Catástrofes naturales y otras desgracias
2015/06/22

Miguel Hernández de la Torre


Hace pocas semanas el mundo entero se sobrecogió viendo con asombro e incredulidad las dramáticas consecuencias del terrible terremoto ocurrido en el Nepal, en un grado de la escala Richter casi inigualable, repitiéndose a los dos o tres días, aunque no tan virulento como el primero, y devastando esta tierra de lamas espirituales y receptora de ingente cantidad de turistas en su mayoría para practicar el deporte del alpinismo a gran escala. No en vano, allí se encuentra la cordillera más alta del mundo, la del Himalaya, con varios ocho miles para escalar, actividad que supone para ese país gran parte de sus ingresos nacionales en concepto turístico-deportivo. Visto el panorama que nos han mostrado las imágenes, es muy difícil determinar si es posible la reconstrucción material de lo destruido (templos, monumentos, pueblos, ciudades, etc.) ya que las vidas humanas son irreemplazables, tanto de personas autóctonas como de extranjeros que se encontraban ese fatídico día en Nepal, siendo la viva imagen de la desolación y la desesperación lo visto en los informativos de las televisiones.

El terremoto es un temblor de tierra ocasionado por el movimiento de placas tectónicas de la corteza de la tierra, una sacudida del terreno, dándose un movimiento sísmico que puede tener su epicentro en tierra firme, o en la profundidad del mar, produciéndose entonces un maremoto que puede además aumentar la catástrofe, como ocurrió en diciembre de 2004 en el sureste asiático: el terrible tsunami que ocasionó más de 250.000 muertos, amén de innumerables daños materiales y ecológicos.            

Terremotos han existido siempre en la historia de la humanidad, sobresaliendo en cuanto al número de víctimas, el de China, en el siglo XVI con cerca de un millón de muertos; el de Lisboa, en 1755, con 200.000 víctimas mortales; en España, concretamente en Granada y en parte de Andalucía, con más de 3.000 muertos; el de San Francisco en California a principios del siglo XX en el que la ciudad quedó totalmente destruida.

Otros muy catastróficos se produjeron en Japón, en la Italia septentrional, en la región de Anatolia de Turquía con 40.000 muertos, en Santiago de Cuba, en Filipinas, en Chile, en Irán, en Agadir (Marruecos), en Caracas (Venezuela), en Nicaragua, recientemente en Haití. El de Pekín (China) de 1976, que registró 8,2 de intensidad en la escala de Richter, causó cientos de miles de muertos, sin especificar oficialmente, siendo seguramente el de mayor intensidad conocido hasta ahora.            

Además de todos estos movimientos sísmicos, han existido y existen otra serie de catástrofes naturales, como las inundaciones, los ciclones, los monzones, las erupciones de los volcanes activos, como el del Vesubio (Nápoles), que en el siglo I destruyó las ciudades de Pompeya y Herculano. O el del Krakatoa, de la isla de Rakata, en Indonesia, a finales del siglo XIX, una de las erupciones más violentas que registra la Historia, y cuentan que fue de tales proporciones, que las olas provocadas dieron la vuelta al mundo, destruyendo una isla y ocasionando una hoya submarina de unos 300 metros de profundidad.

A la vista de todas las catástrofes naturales ocurridas, y que sin duda seguirán ocurriendo por la lógica cíclica, creo que hay otros motivos que explican porqué se vienen produciendo fenómenos que alteran la naturaleza en distintas formas y diversas situaciones geográficas, y que tienen que ver con la destrucción de nuestros recursos naturales. Esos fenómenos provocan un cambio climático irreversible y producen un calentamiento de los polos a consecuencia del agujero de la capa de ozono. Influyen en la desertización de la tierra la masiva tala de árboles, la emisión de gases nocivos, la erosión del subsuelo y sus reservas naturales, la esquilmación de la fauna y flora terrestre y marina. Todo provocado por la mano de la persona en su afán de voracidad y codicia. Creo que la madre Tierra, al verse tan agredida y castigada en su atmósfera, está respondiendo para defenderse de tanta agresividad, y por eso está enviando al ser humano constantes avisos en forma de catástrofes naturales.

¿No es posible intentar una parada, ponerse a pensar y actuar en consecuencia, por el bien de la humanidad, y evitar que sigamos destruyendo nuestro hogar?

No tenemos otra Tierra de recambio, y a pesar de las grandes reuniones y convenciones mundiales que se celebran para intentar parar el golpe, me da la impresión que priman más los intereses económicos de algunos, que el bien de las generaciones posteriores

¿Por qué hay tanta reticencia a poner medidas claras, eficaces y eficientes, como por ejemplo potenciar las distintas energías renovables?

Pero al margen de todas estas catástrofes de la propia naturaleza o provocadas como consecuencia de la insensatez del hombre, existen otras desgracias voluntarias, seguramente irremediables, en las cuales la persona es la protagonista. Aún está pendiente acabar con las guerras y con los conflictos de baja intensidad (terrorismo, narcotráfico, tráfico de seres humanos, …) que provocan la muerte o la represión de sus congéneres.

Es totalmente degradante que miles de personas tengan que huir de sus propios países, por hambre o por guerras, con el fin de buscar una vida mejor fuera de su tierra de origen, exponiéndose a perder sus vidas en el esperanzador intento de llegar a su meta, no tan gratificante como pensaban. Es muy dramático ver que el mar Mediterráneo se está convirtiendo en un cementerio. ¿Cómo no se ataja este tráfico de personas, persiguiendo a las mafias y tratando de solucionar el problema de la inmigración?

Ahora se está estudiando en la UE una fórmula de cuotas de acogida entre los países miembros, pero me parece que con unos criterios no muy proporcionados ni humanamente responsables. Lo que sería sensato es que este flujo migratorio se pudiese reducir en gran medida atendiendo a sus problemas en la raíz, en el origen. Es decir, creándose de la mano de los países con mejores condiciones de vida y de los propios países empobrecidos las condiciones mínimas para que las poblaciones de los segundos puedan desarrollar una vida digna.

El hecho de que tengan que ser las ONG las que sean las que más trabajan para afrontar las miserias de los países empobrecidos, en vez de ser los Estados lo que traten el problema como hay que hacerlo. Los estados han delegado en las ONG, creándose también entre estas un mercadeo por las subvenciones y patrocinios en lugar de crear un sistema de cooperación y sinergias entre ellas que les permita desarrollar con métodos y recursos más eficientes y eficaces sus tareas, con una auténtica solidaridad y cooperación hacia las poblaciones y países receptores.

¿Para qué existe la ONU?, se pregunta uno.

Ni logra solucionar esos graves problemas internacionales, ni es capaz de paralizar los conflictos armados que se están produciendo a lo ancho del mapa.

Desde luego, tenemos que mirar y actuar con decisión, honradez, coherencia y compromiso frente a las catástrofes naturales y a las barbaries causadas por la acción de las personas, de ciertos grupos y entidades (conflictos bélicos, inmigración forzosa, terrorismo y narcotráfico). El tiempo de las declaraciones en papel mojado se tiene que acabar. Los países con economías más prósperas no pueden ser el eterno lugar de acogida de aquellas poblaciones con condiciones inhumanas en sus naciones de origen. El desarrollo de los derechos humanos en todos y cada uno de esos países depende a diario de que se logre un equilibrio dinámico. Hoy más que nunca urge recuperar ese programa de vida y convivencia que Ortega lanzó en 1914: que cualquier persona pueda hacer su vida con sus razones o proyectos de vida en el país que le vio nacer o aquel en el que decidió vivir, siempre respetando esa pareja indisoluble que son la libertad y la responsabilidad.