María Ruiz Sastre
Entre la laguna de Alconaba y Varikino
Es abril de 2005 y es el cumpleaños de mi madre; para acompañarla, su amiga Manolita de Salamanca, mi sobrina Maya de Ibiza y yo hemos ido a Soria a pasar el fin de semana.
Manolita ha vivido unos años en Soria y no es fácil sorprenderla con lugares desconocidos para ella y ahí está el reto. Después de plantar unas matas de santolina en Alajader, nos dirigimos hacia el pequeño pueblo de Alconaba. Salimos de Soria por la carretera de Zaragoza y a la altura de Cadosa, cogemos una carretera local hacia el pueblo. Los pocos kilómetros que nos separan están surcados por campos cultivados de lavanda. Muy cerca de Alconaba, en el cruce de un camino local, papá dice que me acerque con el coche para enseñarnos tres miliarios romanos. En el central hay una inscripción latina, está más elevado que los otros dos y es más pequeño. Los dos laterales, como grandes cubos, tienen un único orificio lateral labrado en la piedra. Su último uso ha sido como soporte de cruces y velas a modo de vía crucis, pero una se pregunta de qué villa romana han salido tanto el capitel como las otras piedras.... y por qué sabe mi padre la existencia de esas cosas.
Continuamos por la carretera inicial hasta otro camino de tierra que es el que nos va a llevar a la pequeña laguna. Atravesando un pinar y un pavimento en bastante mal estado, acabamos llegando a nuestro destino. Siempre la he visto con agua y siempre sin gente; si acaso, en alguna ocasión algún pastor de ovejas. Allí es donde mi padre de niño cogía cangrejos, donde mi hermano Daniel hace navegar en ocasiones su pequeño velero con mando a distancia y mi hermano Moncho se da sus baños veraniegos. Hoy no hay patos, pero se escucha el canto de las tempranas codornices. Pinos, encinas y cultivos de cereales ya están verdeando a pesar de las escasas lluvias, pero ni un alma. A Manolita le emociona el panorama; mi madre y ella pasean junto a la linde del pinar. Maya no ve más que matas de lavanda e imagina poder trasplantarlas para la finca de los abuelos... Regresamos hasta Alconaba y allí por un atajo hasta Martialay y a la carretera de Calatayud al término del no lejano Carazuelo. En un alto a la derecha está el cruce de un cordel de ganados.
Tras un par de kilómetros mi padre localiza el sitio exacto en el que la productora de David Lean en 1965 construyera la casa de Varikino para el Doctor Zhivago. Está anocheciendo y para alcanzar el lugar, bordeamos un trigal. Papá que se ha adelantado, nos reclama –como a codornices- y al llegar a su altura nos enseña los restos de la presa sobre el pequeño arroyo que se construyera para alimentar la fuente que aparece en la película. Hay luna llena y vemos las siluetas de los altos chopos por cuyos alrededores paseara el guapo Yuri. Entre los pinares próximos vemos la carga de los milicianos rojos contra el grupo de niños estudiantes y también oímos el aullar de los lobos que tanto asustara a Lara. El camino que nos lleva hasta allí es el mismo que recorren Yuri, Tonia, su hijo Sasha y el padre de ella llevados por el criado Petia en la pequeña calesa que para la ocasión los de la película alquilaron al soriano Moisés Morales.
Hoy, junto a los restos mínimos de la derruida presa, no hay allí sino pinos e incipientes brotes de trigos y cebadas, porque los propietarios de las tierras con quienes se pactó el uso de las mismas para el rodaje exigieron que aquello quedara como se les entregaba. Mi padre, compañero de carrera de Molina -relaciones públicas de la película- le ayudó a contactar con los campesinos y a buscar los tractores, remolques, perros o caballos que necesitaron para las distintas escenas. Lo que no consiguió fue que aquellos hombres entendieran que en el futuro, aquel decorado debía permanecer in situ, porque sería un bien para todos.
Tristemente hoy no es posible ver ni el decorado que se hizo para el palacio de Varikino, ni la casita donde se instalara la familia Zhivago, ni la fuente... Es la imaginación la que nos hace ver con nitidez todas las escenas recordadas de la película; es más, cuando las nubes se diluyen y emerge la luna llena mostrándonos la inconfundible silueta del Moncayo, también nosotros vemos, como Omar Shariff, los Urales.