R. F. Sebastián Solanes y J. D. Ortega Rueda
Valoraciones sobre Cataluña y su lengua
Decimos España y terminamos pronto. Con estas palabras Marías sintetiza la falta de conciencia para el común de la sociedad de esa increíble riqueza que contiene nuestro país. Se lamenta de que, desde la llegada de la modernidad, la tendencia haya sido precisamente la simplificación y desvalorización de la realidad. Sea por el avance de lo escrito, que ha supuesto la aceptación de fórmulas taxativas que mitigan lo sugerente que tiene el mundo, o por la mejora de los medios de comunicación, cuyo efecto ha sido ampliar el universo en que deambulamos a costa de hacer cada vez más superfluas nuestras miras, lo cierto es que pasamos demasiado por alto. En lo que se refiere a España, bastaría con observar los títulos que ostenta la monarquía española para percatarse de en qué grado se despliega la pluralidad de nuestra nación: lo atestiguan nada menos que veinticuatro títulos reales, un archiducado, tres ducados, cuatro condados –entre los que se encuentra el de Barcelona–, dos señoríos, entre otros de menor rango. En definitiva, más allá de los nombres –que para Marías son como conjuros, como fórmulas de encantamiento que sirven para evocar las realidades–, debe penetrarse hasta llegar a ese sustrato, henchido de la variedad, riqueza y abundancia de sus elementos integrantes, que no se tomará nunca en vano.
La misma realidad rica y poliédrica puede predicarse de Cataluña, región que es cuidadosamente contemplada en la obra de Consideración de Cataluña para comprender su esencia última. Al igual que el resto de España, la cuestión de fondo es que Cataluña debe apreciarse en todas sus partes y no medirse ni reducirse a una sola unidad, como nos sucedería si la observásemos desde la perspectiva de Barcelona –pues, aunque esta ciudad superlativa forma parte de Cataluña, Cataluña entera no es en modo alguno Barcelona y, de entenderse así, no haríamos sino reducir y limitar su realidad–. Muy por el contrario, debe contarse con la pluralidad territorial, cultural, social, lingüística, histórica y humana que la integra. Sólo así descubriremos que Cataluña no puede plantearse como un problema, sino como un componente necesario e imprescindible para comprender la historia de la nación española.
Podríamos señalar que, como si de una imagen fractal se tratase, las mismas dinámicas y patrones que le son propios al conjunto de España se reproducen igualmente a escala catalana. Esto es así porque lo español forma parte integral de la personalidad de Cataluña, que es acervo común de toda España. Marías va incluso más allá y advierte la inexistencia de un carácter español puro o prototípico que pueda subsistir ajeno a las distintas modalidades de naturaleza regional que lo integran. Se trata de un tesoro que actúa en las dos direcciones: tanto de España hacia Cataluña como de Cataluña hacia España; pues tan anticatalán resultaría el intento de despojar a Cataluña de sus raíces, de sus hermandades, de las tres cuartas partes de su patrimonio, de la participación en una gran creación histórica como antiespañol sería abogar por la disminución o negación de los miembros vivos de España, de las personalidades inseparables e irreductibles que la constituyen y la integran. Desde la perspectiva catalana ahora analizada, esta amenaza se encarnaría en el ya referido particularismo del que hablaba Ortega, que Marías describe como una confusión de propiedad con exclusivismo –el llamar «nuestro» exclusivamente a lo que es «solo nuestro»”–, exacerbándose únicamente aquellos elementos que puedan presumir de ser diferenciales con respecto al resto de España.
Uno de estos componentes es el lingüístico. La realidad en Cataluña es que los catalanes tienen la fortuna de disponer de dos lenguas propias, que son el catalán como lengua primitiva y el español como lengua general de España. Ésta sería la valoración general de la situación –que podría ser objeto de matización o contraste, pues en algunas recónditas regiones catalanas y por una pequeña parte de la población sólo se habla el catalán o algunas de sus versiones, como es el ejemplo del lleidatà en Lérida– y, en consecuencia, hablar de bilingüismo es para Marías una forma equívoca de plantear el problema, habida cuenta que el término podría dar a entender que en una sociedad unos hablan una lengua y otros, otra distinta. La verdad es otra y, recurriendo a la sugerente imagen trazada por nuestro pensador, se resumiría en que la casa lingüística de la mayoría de los catalanes –de los que no son rústicos– tiene dos pisos, queriendo decir con ello que el uso de una u otra lengua no es óbice para que el catalán deje de sentirse en su hogar. En definitiva, el sentimiento catalán de sentirse instalados dentro de la lengua catalana para no verse en una situación de exilio debe comprenderse como un sentimiento de arraigo. Éste es expresivo de un sentir propio y, contemporáneamente, de una posibilidad no sólo catalana sino también española: la oportunidad de comprender la riqueza general de España a través de sus lenguas regionales. Por eso el catalán no puede verse como una lengua confinada sino que, unido al español como segunda lengua de Cataluña, debe articularse, según Marías, como el mejor instrumento de expresión de su personalidad plena, segura, actual y universal.
No obstante todo lo anterior, el problema que muy atinadamente denuncia Marías no es otro que la utilización política de la lengua. Toda lengua, como lo es por derecho propio el catalán, tiene un uso social y, por consiguiente, es la sociedad la que debe regularlo. En este sentido no es lo estatal, en cualquiera de sus dimensiones, sino la espontaneidad de las acciones individuales, encauzada por las vigencias colectivas, orientadas por las fuerzas sociales quien decide cómo debe desenvolverse una lengua. De esta forma, nada externo a la sociedad misma podría estar habilitado para inferir en esta dimensión de la vida humana, donde toda intromisión supondría una perturbación en lo que sería su desarrollo normal y le restaría la necesaria espontaneidad que hacen de una lengua un instrumento vivo.
Referirnos a las valoraciones de Julián Marías a propósito de la lengua en su Consideración de Cataluña para, acto seguido, contrastarlas con el estado actual de las cosas en la región sería un objeto de estudio tan interesante como profuso. La sola evolución de la situación desde aquellos últimos años de la dictadura hasta la actualidad bien merecería un análisis pormenorizado aunque, a modo de síntesis, podríamos afirmar que las ideas vertidas por nuestro autor gozan de plena vigencia. Así las cosas, la eterna pretensión desde el plano político ha sido virar artificialmente los usos sociales con respecto al idioma, arrinconándose progresivamente el español en los diferentes ámbitos de la sociedad –sea educativo, administrativo o, en general, en toda expresión escrita en los espacios públicos–. Paralelamente, en el imaginario popular se ha conseguido hacer arraigar la idea de una opresión secular hacia la lengua catalana por parte de la castellana, que sirve como agente subyugador del poder central. Por cierto, el uso del vocablo castellano en Cataluña para referirse al español, que es la forma utilizada en el resto de España para referirse a la lengua común, aun sigue vigente. Es muy acertada la opinión de Marías que explicaría la razón: con ello se pretende evidenciar una oposición entre Cataluña y Castilla, entre lo catalán y lo castellano, oscureciéndose que ambos son modulaciones de entender lo español.
Agradecemos al Consejo Editorial de Celtiberia la reproducción de esta reflexión.